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DOCTOR PHILOSOPHUS

“Junto a Descartes… no, no, mejor junto a Platón. ¿O mejor junto a Emmanuel Kant...? Pero junto a Aristóteles hay un hueco… y ¡es la Metafísica! ¿O junto a Heidegger…? Podría quitar alguno de los que están a su lado… veamos… si, pues, ¿quién en su sano juicio querría leer a ese monstruo misántropo de Schopenhauer? No, no, mejor acá… junto a Kant está bien, será inevitable que lo observen… el color verde limón de las pastas y las letras negras del título llaman bastante la atención, además tengo nombre de… filósofo… no hay duda”. El Doctor M susurró su nombre en español: “M…,” lo escuchó muy común pero no se decepcionó, bastaba agregarle el título de Doctor para que se supiera que era nombre de filósofo. “Hay nombres que no suenan a nada”, volteó el libro, pues estaba leyendo del lomo y lo puso de frente sosteniéndolo con las manos extendidas para leer en la portada. Otra vez susurró su nombre, pero esta vez deseo escuchar sus homónimos, primero en francés “M…,” luego en inglés, por último en alemán “M…” Acarició el libro por todos lados con una discreta devoción; el ejemplar estaba envuelto en plástico transparente. En la yema de los dedos debió sentir polvo y sopló varias veces sobre la portada, luego se cubrió la mano derecha con la manga del abrigo y la pasó como un trapo por toda la portada, pero con más esmero en la parte donde estaba escrito su nombre y el título; cuando sintió un brillo deslumbrante se detuvo, también en la contraportada quería aplicar la misma limpieza, pero al voltearlo, lo primero que llamó su atención fueron las dos etiquetas que tenía pegadas, una con un precio de lista y otra con el precio definitivo que contenía un descuento por oferta. En ambas etiquetas el título estaba incompleto, pero su nombre sí aparecía junto con la primera letra de su apellido: V… Los ojos del Doctor M brillaban como los de una madre que rodea en sus brazos a su hijo recién nacido. Una vez convencido de que a primera vista no había ningún daño y ni una señal de polvo, se lo llevó a la nariz buscando reconocer el olor de los buenos libros, teniéndolo tan cerca, exhaló aire y olfateó, pero sólo se encontró con el olor a plástico. Sabía que en esa librería estaba permitido quitar el plástico a los libros para hojearlos. “Sí quito la envoltura podré olerlo, ver la calidad de la hoja, la tipografía, el tamaño, el color, tal vez revise el índice o la bibliografía…” El Doctor M olvidaba que había acudido a la imprenta el día que la edición estuvo terminada, que fue el primero en tener un ejemplar de su libro en las manos; pero para él no era lo mismo ver su libro saliendo del taller, donde aún no existía para nadie, que verlo en la librería más reconocida del país, exhibido en el estante de filosofía, justamente en el que los lectores habidos de saber filosófico suelen comprar. “No, será mejor que no le quite el plástico. Es que una vez abiertos, suelen hojearlos tanto que empiezan a doblarse de las orillas, o se les empieza a formar una horrible arruga en el centro de la portada, o al pasar sus dedos van dejando mugre o saliva… hay manos torpes que no saben coger un libro, pero hay otras, que por su buen gusto deciden no llevárselo si lo encuentran manoseado o maltratado, así que mejor lo dejaré en su envoltura”. El Doctor M colocó su libro en el hueco que había junto a la Crítica de la razón pura de Kant. Ni un espacio más sobraba en el estante, ese era su lugar, junto a los grandes filósofos sin los cuales la humanidad seguiría viviendo en el fondo de las cavernas. Después de acomodar todos los libros que ahora estaban a su lado, dio un paso atrás y miró toda la hilera, echó un vistazo moviendo la cabeza muy despacio de derecha a izquierda; había libros de todos los tamaños, colores y grosores, al llegar al final de la hilera izquierda, comenzó a regresar en busca del suyo, pero por algunos instantes se detenía cuando veía un lomo color verde con letras negras, al dudar si lo había puesto junto a Kant, tuvo una sospecha: “Ahora que lo pienso, debe haber varios ejemplares de mi libro distribuidos en todo el estante o a lo largo de esta tercera hilera, ¡que ignorantes son estos que clasifican los libros!, seguramente me han puesto junto al filósofo equivocado, tal vez entre dos filósofos que ya a nadie interesan, que ya no son leídos, ¿y si me han puesto junto a ese libro poco de fiar y de dudosa seriedad que recopila chismes y anécdotas del tal Diógenes Laercio, o junto a uno de esos perros, ya sea el perfumado de Antístenes o el apestoso de Diógenes?” Y alcanzó a leer el nombre de un libro de pastas verdes: “Lucrecio”, “No, ese no es mi libro, el mío tiene un color más vivo. Pero si así fuera, mi libro ahí no puede estar, en ese lugar no se ve, necesito estar junto a Kant o en el primer estante junto a Platón”. Pero de pronto recordó que hacía unos minutos lo había colocado junto a Kant, junto al grueso lomo color negro de la Crítica de la razón pura, entre Kant y los post idealistas alemanes. Cuando lo ubicó, recobró el aliento y se complació al ver como el lomo verde limón de su libro, apenas un poco menos grueso que el de la Crítica, formaba una hermosa combinación de color, una síntesis con Kant. Del rostro del Doctor M se desvaneció rápidamente la tenue expresión de satisfacción que sintió bajo la piel. Estar ahí no era un triunfo, un golpe de suerte o la buena fortuna, que inesperadamente premiaba los esfuerzos de su vida; ese hueco en el estante siempre había estado esperándolo, para él, todo indicaba que faltaba una pieza, un eslabón en la historia de la filosofía y por tanto no había motivos para sentirse victorioso, ni mucho menos feliz, pues estar donde ahora estaba era su destino y su tarea… y siempre lo supo.

Desde la posición en la que se encontraba de pie, a un metro aproximadamente del centro del estante, se inclinó al frente y leyó el título de su libro como si lo ignorara, puesto que las letras negras eran pequeñas y abarcaban casi todo el lomo, tuvo que torcer la cabeza hacia su hombro izquierdo y bajarse los lentes hasta la punta de la nariz, una vez que consiguió enfocar, jaló aire y leyó: “De la reducción del enlace entre la conciencia teológica y la antítesis trascendental de lo óntico. Hacia una objetivación fenoménica de las esencias y una genealogía de la realidad pura deyectada en la aporía del origen”. Después de leer el título a media voz y así saber cómo se escuchaba, se quedó sin aliento, mientras se recuperaba, contra su voluntad de expresar emociones, se sintió cautivado por el nombre de la obra, e imaginó la fuerza de atracción que provocaría en todo aquel que lo tuviera en sus manos. De vuelta la respiración, leyó su nombre bajo el título “M… V… O…” y una vez más, ahora a media voz “M… V… O…” Convencido de su tarea, de la huella presente y póstuma que dejaba a la filosofía, susurró en tono tembloroso: “Mi nombre será recordado como el final de todas la crisis… y sabrán que no era yo, que era el logos que hablaba a través de mi boca”. Se incorporó con cierto esfuerzo impulsándose con la mano izquierda que estaba apoyada en las rodillas levemente flexionadas. Cuando estuvo erguido se acomodó los lentes y miró a todos lados como si buscara alguna mirada puesta sobre él, y nadie lo observaba; lo único que se encontró al final del mismo pasillo fue una joven con aspecto de estudiante que reía tapándose la boca con los dedos entreabiertos mientras leía una contraportada, sintió un rasguño en los oídos, había burla en la risa contenida de aquella joven, apartó la vista de ella, cuando le dio la espalda se le apareció una amarga pregunta en los oídos: “¿Y si es mi libro el que tiene en las manos? El silencio que siguió a la pregunta fue horrible y se apresuró a refutar; de su mente retórica, bien amaestrada ante los inconvenientes, obtuvo una rápida respuesta: “Solo un idiota se puede reír de algo que no conoce”. Sin embargo, la defensa fue insuficiente, pues sintió la risa idiota salpicando de saliva su nombre: “¿Pero es una idiota riéndose de mí?” Cuando la retórica no le funcionaba, no le queda otro recurso que anular a sus oponentes: “Es que no me entiende… es que no entiende, nadie entiende… ¡Son tan imbéciles! ¡Oh, este rebaño que ni va, ni viene!” ¡Listo!, aun cuando ese libro del que reía la joven fuera el del Doctor M, la justificación dada era irrevocable: El consuelo de los desdichados, de los ignorantes, es reír de lo que no comprenden. Pese a la venenosa conclusión no estaba de más cerciorarse por pura curiosidad, ¿o quizá en la espalda seguía sintiendo cómo resbalaban gotas de frio sudor? De reojo buscó el color del libro que dicha joven sostenía en sus manos, al no alcanzar a distinguirlo, giró discretamente la cabeza y… ¡Oh cruel mundo! ¡Cruel visión!, a los ojos de quienes se preparan para alcanzar la inmortalidad… El olor de Venus naciendo del mar corrió como una inmensa ola por todo el pasillo, de inmediato se llevó los dedos a las fosas nasales cuando se sintió inundado por el perfume que emanaba del cuerpo de aquella mujer, justo en ese momento, antes de naufragar y sucumbir en aquella desconocida espuma de mar, la joven estiró un brazo y dejó el libro, era un ejemplar de pastas azules. Fue en ese instante que las aguas espumosas se disiparon y pudo conseguir un poco de calma. Cambiando la fresca fragancia por el olor a tabaco que conservaba en sus dedos, regresó al objeto de su contemplación. Librado de lo que por unos instantes le pareció una pesadilla de fuerzas desbocadas, dio dos pasos al frente y se agachó hasta quedar en cuclillas para tomar su libro. Al estar frente a él repitió el mismo gesto de asombro, teniéndolo bien sujetado con los dedos lo sacudió de arriba hacia abajo, luego se lo puso sobre la palma de la mano, lo sopeso… se rascó la cabeza, las barbas de la mandíbula. “500 gramos… no… 650 o 700”. La razón del peso estaba en su vida, y comenzó a recordar algunos datos: “864 páginas incluyendo el guardapolvo, pasta semidura, reglón sencillo, páginas de prólogo…120 o 150” Había olvidado exactamente la cantidad, pero no hizo caso y continuó: “18 páginas de bibliografía, 13 años en este libro, cientos de noches y sus madrugadas de escritura, toda una vida pensando, más de 50 años leyendo, la soledad sepultada bajo la tinta negra, 40 años de trayectoria académica, ¿o 35…? Me Doctoré antes de los 30 años, mención honorífica en cada una de mis tesis, leo francés, entiendo bien el inglés, hablo y escribo el alemán, sé griego, puedo citar a Parménides, Zenón de Elea, Platón y Aristóteles; desde muy joven leo latín. Soy el Doctor M. Cuando atravieso los pasillos de la academia, el patio, las aulas, las bibliotecas y auditorios los estudiantes murmuran, en sus labios he leído mi nombre, los colegas me saludan con reverencia: ¡Doctor M un placer saludarlo…! ¡Cómo puede sobrevivir usted entre tanta mediocridad…! ¡Es un honor tenerlo entre nosotros!” Al terminar la oración de sí mismo, colocó su libro sobre los que estaban en el primer estante y se agachó para tomar el de Kant, hizo lo mismo que con el suyo, lo sintió más pesado, pero muy poco, tal vez 100 gramos más, pensó que debía tratarse de la edición: “Depende de cada editorial, algunos pesan lo que una piedra y no contienen nada, otros son pura paja, puro humo, no dicen nada, no son cimientos, se esparcen en el aire”. Dio vuelta a la Crítica de la razón pura, empezó a leer los dos primeros renglones de la contraportada, después saltó hasta el nombre del traductor y comentarista: “P… E… T… filósofo, filólogo y traductor”. El más reconocido especialista en Kant, autor de la mejor traducción al español. Recordó que un día el Doctor P E T, en tono de broma, le dijo que con esa traducción podría pensarse que Kant, después de escribir en alemán, escribió una crítica de la razón pura en español. Rápidamente subió la mirada hasta el primer renglón con el que iniciaba el escrito de la contraportada, empezaba con el nombre completo de Kant, entre paréntesis el año de nacimiento y muerte, después el lugar de origen. Omitiendo el título de la obra continuó leyendo: “…la historia de la filosofía no podría entenderse sin una vida dedicada al pensamiento como fue la de Immanuel Kant…” Se detuvo abruptamente, alzó la cabeza y una extraña expresión apareció en su rostro dejando un tenue color rojizo en sus mejillas. “¡El comentario de la contraportada!” Dijo en voz alta sin importarle si lo escuchaban, de inmediato regresó el libro de Kant a su sitio y tomó el suyo, fue directo a la contraportada y se entregó con una emoción semejante a la de quién acaba de encontrar la obra del autor que más había buscado:

“M… V… O… (19…, N…, N…) Doctor en Filosofía Antigua por la Universidad de A…, Maestro en Filosofía Moderna y Contemporánea por la U y I. Ha publicado a lo largo de 45 años cientos de artículos en revistas especializadas de filosofía, literatura, teología, antropología, política y lingüística a nivel nacional e internacional. Entre sus artículos más laureados por la crítica filosófica y de las humanidades, con los que ha obtenido un lugar en la historia del pensamiento destacan: Metafísica de lo que es y de lo que no es, Ratio adecuatio como soteriología del intellectus en el mundo moderno, Retorno a la metafísica de las formas puras ante el nihilismo intelectual y la barbarie, Del canto de las sirenas a la noche de los gatos pardos, entre otros. También ha participado en diversos coloquios, dictando en muchos de ellos conferencias magistrales, especialmente en Europa, Estados Unidos y a lo largo de Latinoamérica. Es miembro honorario de la asociación filosófica de la L A. También pertenece al cuerpo selecto de investigadores sobre problemas sociales en el mundo adscrito a la ONU, único latinoamericano perteneciente al círculo heideggeriano de Friburgo, invitado permanente a los coloquios estructuralistas de la U S de Francia, miembro de la asociación internacional de filósofos unidos en defensa de la filosofía; actualmente y desde hace más de 40 años es catedrático e investigador de tiempo completo en la U de la F (U F) en la que imparte las materias de metafísica, pensamiento antiguo, historia moderna de la filosofía, filosofía medieval y problemas en torno al Ser, al alma y la verdad. El Doctor M no es un simple investigador, ni un profesor común como los que buscan los matices de la verdad en la sombra anónima del pensamiento, no recoge migajas de los conceptos, ni datos del sentido común; su meditación es una osadía inusitada de luz propia, en su profunda meditación se refleja la historia de la aletheia, de ahí que un rasgo que lo distingue en su catedra sea el brillo de sus ojos cuando asiste al momento en que la verdad corre el velo de las apariencias y se muestra tal como es, pero oponiéndose a este resplandor, por el acento lúgubre de su voz y el enigma de su escritura, nos hace saber de los abismos en que se oculta la verdad.

De la reducción del enlace entre la conciencia teológica y la antítesis trascendental de lo óntico. Hacia una objetivación fenoménica de las esencias y una genealogía de la pura realidad deyectada en la aporía del origen, es una obra imprescindible en la historia contemporánea del pensamiento, de su análisis se desprende la pieza que faltaba en el protodrama de la verdad, se trata de un doble hallazgo: el del sentido de la conciencia de la realidad y el de la tarea del pensar. Ambas aportaciones quizá después de Heidegger y de tanta impostura intelectual no se había presentado, por tanto con esta obra la filosofía retoma sus problemas fundamentales. Lectura indispensable para todo espíritu extraviado que busque encaminarse por el sendero de la episteme y por tanto, para todo aquel que ame la sabiduría, que por sobre todas las cosas, sea un filósofo”.

El Doctor M estaba levemente agitado pues apenas tomó aire entre cada renglón, había leído de corrido, aunque con la pausa precisa para darle el acento adecuado a cada palabra. Una vez más sintió un calor en las mejillas que se extendió hasta la nuca, las manos y el estómago. Bajo el renglón final de la presentación, en letras pequeñas, ya casi mordiendo la esquina inferior izquierda estaba escrito el nombre de quién firmaba la reseña de su libro: “F… B… M…” su colega en la academia, su amigo durante muchos años. Pensó en esa amistad: “No, no, más bien, antes y después que mi amigo, como dijo Aristóteles de Platón, es un amigo de la verdad, un admirador y amante de la verdad”.

En silencio, sin que llegase a tocar la lengua, con los dientes bien apretados para romper su sonido, se hizo una pregunta en el lugar más recóndito de su mente: “¿Cuantos amen la verdad me amarán?, por tanto, así como hay los que se llaman hegelianos, aristótelicos o marxistas, ¿habrá M… ianos, V… icos, o quizá O…istas? A mi pensamiento convertido en corriente, escuela, ¿lo llamarán M…imismo?, ¿V…obismo?, ¿O…ismo?” En algún momento, sin darse cuenta, todas esas preguntas llegaron hasta su boca, buscaban el genitivo filosófico del Doctor M, eran preguntas ansiosas, es espera del ismo que correspondía a su nombre, un apelativo distinguido para su pensamiento. Cuando el Doctor M cayó en la cuenta de lo que estaba pensando, se llevó rápidamente las manos a la boca, sacudió la cabeza, sintió rubor y miró a su alrededor para cerciorarse de que ningún testigo había escuchado lo que pensó. “¿Pero qué disparate estoy pensando?” De inmediato tuvo la necesidad de arrepentirse, no quiso saber más cómo se llamarían sus seguidores con su nombre o apellidos; apenado consigo, por ese momento de cruda y complaciente vanidad, recompuso su pensamiento: “Es un sentimiento muy mundano y banal buscar el amor de los demás a través de la verdad, ¿qué más amor se puede querer si se tiene la verdad?, ¿qué amor más puro y fiel puede haber que el de la verdad que nos ampara hasta de la más fría soledad?, ¿quién que se sepa filósofo necesita a los demás cuando se tiene toda la soledad para pensar? Después de tan contundente razonamiento el Doctor M recobró el semblante serio que desde su juventud llevaba bien acomodado en el rostro. Con la certeza de haber recuperado el sano juicio, se sintió con la fuerza para meter el dedo en la llaga, empeñado en no dejar sospecha alguna del incidente y quitarse la punzada de la espina vanidosa que lo había herido, simplemente recordó que era otra la voz la que hablaba de él. En ese momento, en su memoria, se oyó el claro eco de las palabras con las que el Doctor F expresaba la importancia de la obra y su pronta e inevitable repercusión, aquello del esfuerzo casi sobre humano de quien había escrito semejante libro, esa otra voz también lo definió como el prototipo de filósofo que desenmascara a los pseudo pensadores, como el pensador que con su lucidez enfrentaba una época sumida en las tinieblas. Al parafrasear de la memoria, y así quedar libre de la acusación de vanidad, descubrió algo maravilloso que con suma emoción quiso confirmar planteándose algunas preguntas, a las que todos, empezando por el Doctor F, que lo sostenía con sólidos argumentos, él mismo y cuanto lector abriera el libro ante sus ojos, contestarían afirmativamente y sin la más mínima duda: “Para comprobarlo, quitemos mi nombre: Doctor M V O. Ahora bien, ¿de quién se predicaría lo dicho de ese sujeto?” Imaginó a los lectores sustituyendo su nombre, pero dejando intacto lo dicho de ese hombre. “De hecho, no faltará alguno que diga que: …aunque a decir verdad lo dicho acerca del Doctor M es poco, sin embargo, el Doctor F tomó en cuenta la sencillez del Doctor M ¿A qué nombre corresponde una vida filosófica así, suponiendo que no es la del Doctor Philosophus M V O? ¿No acaso bien podría decir… Fichte, Malebranche, Locke, Spinoza, o por qué no… Descartes, Kant, Husserl, Sartre, Heidegger o Deleuze?” Esa era la prueba que buscaba el Doctor M. Si de cualquiera de estos filósofos en verdad podría decirse algo semejante a lo que el Doctor F decía del Doctor M, ¿quería decir que el Doctor M ya estaba sentado en el gran banquete de los filósofos verdaderos, en ese mítico simposio donde la sophia griega, la diosa que deja ver su cuerpo desnudo a través de un velo transparente, va de comensal en comensal, con su copa de vid siempre llena derramando ambrosía en las bocas sedientas de los heraldos de la verdad? Antes de abandonar esa idílica imagen durante la cual sin darse cuenta había puesto cara de embobado, decidió, en un acto de auténtica sencillez y de acuerdo con el despersonalizado amor a la verdad que profesan los verdaderos filósofos, retirar el libro empastado en color verde limón que sostenía sobre su cabeza, a menos de cinco centímetros de la coronilla y que estaba a punto de ponerse como si se tratara de una corona de laurel. No tenía la mínima idea del momento en que comenzó, quizá solemnemente a elevar el libro sobre su cabeza, y esta vez no se preocupó, parecía hipnotizado o tal vez era plenamente consciente de lo que hacía. Mientras alejaba lentamente lo que por un instante sintió en sus manos como si sostuviera una aureola de hojas de olivo, pensó, cuando colocaba su libro sobre los diálogos de Platón que estaban en la primer hilera: “Me pongo en manos de la historia, que la historia estire sus manos hasta mi cabeza y me corone, que quienes saben la verdad sobre mí, me den un beso en la mejilla y me entreguen a mi destino”. Pero dejar que el juez de la historia le diera su lugar, no significaba enterrar un deseo muy mundano que le brotó desde el fondo de las entrañas y que se hizo palabra en el instante en que sus ojos vieron el hueco en el tercer estante; como si lanzara un conjuro para no ser tragado por ese hueco vertical susurró: “¡Que los lectores me saquen del infierno de este anonimato!” Tragó saliva con esfuerzo. “¡Maldita sea lo que acabo de decir! ¡Otra vez se me ha enterrado esa espina!” Pero esta vez no cedió a la mortificación, no fue necesario buscar alguna razón para justificar ese animal deseo, la salvación apareció espontáneamente: “Espera… un momento. No, no, momento, esas no son mis palabras, que distraído soy, me he ofuscado, me confundí, otra voz se metió dentro de mí. Esa es una frase que leí en algún libro o artículo. ¡Qué pena de frase!, que deseo tan ruín, tan miserable, pobre hombre aquel que escribió tal cosa… ¡Sí! ¡Ya recuerdo! Me pareció tan bajo que sin querer se me quedó gravado en la memoria”. Aclarado el asunto el Doctor M pasó, sin preámbulo alguno a los siguientes datos: “La edición constó de un tiraje de 1 500 libros, se distribuye para su venta en las principales sucursales de esta librería y afortunadamente existe pedido por internet; después de que se agoté la primera edición, la segunda edición ya está comprometida y con el doble de tiraje; para la tercera edición pienso cambiar de editorial, seguramente antes me llegaran las ofertas. Editorial Verlag es buena, tiene calidad, publica unas cuantas obras clásicas de la filosofía, por su puesto las más importantes, se está abriendo camino en el mercado, pero aun es poco conocida, y obras como esta, fruto del esfuerzo de toda una vida dedicada con amor al saber, requieren una edición a la altura de su contenido, es decir, una editorial reconocida y especializada que cuente con una biblioteca o colección de filosofía”. Inmerso en los planes futuros que le deparaban a su obra, tomó al azar un libro de la segunda hilera, lo sopesó, era una obrita, calculó apenas 100 páginas, 150 tal vez; en el centro de la portada tenía un cintillo rojo, pasó los ojos sobre las letras, el nombre del autor no le sonó muy conocido, pero recordó que alguien, alguna vez lo había nombrado; se detuvo cuando vio una cantidad “… 40 000 copias vendidas en una año en Francia… traducido a 9 idiomas…” Volvió a leer el nombre del autor, D G, ya había reconocido la editorial, pero quiso constatarlo “Pre-textos”. Regresó el libro al lugar de donde lo había tomado e hizo la mueca de una sonrisa de desdén. “Hay quienes escriben para escandalizar, ¡grosera manera de llamar la atención!, y los lectores que se dejan tomar el pelo… que vergüenza que una obra se convierta en un Best-seller, se vuelve moda, no te toman en serio, cualquiera te lee”. Luego de arrojar descrédito sobre aquel librito, buscó el suyo, que brillaba intensamente frente a sus ojos, lo cogió y volvió a mirarlo, tocarlo y a entregársele como si fuera una obra de arte. De pronto se preguntó por el tiempo que había transcurrido desde su llegada a la librería, se alzó la manga del abrigo y miró el reloj de mano, afuera caía la tarde, el invierno arreciaba, se agachó con esfuerzo hasta la tercera hilera, ahí estaba el hueco vertical casi intacto esperando ser llenado por su libro y junto, la Crítica de la razón pura, levemente inclinada, recargada sobre la contraportada de una obra de Fichte. Ahí, volvió a titubear. Sus ojos flotaban sobre su libro, leyó el título palabra por palabra, leyó su nombre M V O, cuando estaba a punto de colocarlo, algo pensó, incorporándose rápidamente, empezó a mirar los libros que había en el primer estante, principalmente los que estaban junto a Platón, sacó uno: “Testimonios y fragmentos de los Sofistas ¡Sofistas…!” Y acostó el libro sobre otros, al azar cogió uno más: “Parménides, El poema, edición bilingüe”, lo regresó a su lugar, buscó otro, leyó: “Aristóteles”, con letras doradas, acarició el lomo del libro, estiró la mano, jaló un grueso volumen, primer tomo, “Pirrón… ¡escépticos!”, lo dejó caer en un espacio que vio tras la primera fila, recorrió los libros hacia la izquierda, hasta que quedó un espacio entre Platón y Aristóteles, quiso meter el suyo en ese hueco, pero no entró, el espacio era insuficiente, hizo un esfuerzo más por acomodarlo, imposible, faltaba poco para que entrara el suyo. No muy lejos de Platón alcanzó a ver un libro pequeño y delgado, casi invisible, lo sacó: “Epicuro, sus cartas… Hedonistas… ¡puercos!” Lo dejó acostado sobre la segunda hilera. “Ahora sí” El hueco entre Platón y Aristóteles se veía más grande. “Es aquí, junto a Platón, junto al divino Platón, junto al cisne de Apolo”.

El Doctor M tenía puesto un grueso abrigo color negro, llevaba enredada al cuello una bufanda blanca que le cubría hasta el mentón. Estaba sentado frente a un escritorio, sobre una vieja silla de plástico en el rincón de una diminuta y fría aula. Tenía la cabeza completamente echada hacia abajo, el vapor caliente que salía de la taza de café ascendía hasta su rostro que colgaba inmóvil a la altura del pecho, los cristales de los anteojos estaban totalmente empañados. El salón era pequeño, apenas había espacio entre el escritorio y los pupitres; la profunda respiración del Doctor M por instantes se colaba en el frio silencio de aquella tarde de invierno. Había presentes seis alumnos, dos de ellos juntos y los demás separados. El que estaba sentado frente al Doctor M tenía varios libros apilados sobre las piernas, esperaba impávido, ansioso, al asecho, al borde de una hoja blanca con una pluma en la mano; tres butacas a su derecha, otro joven se derramaba sobre la silla de estudio como una mancha negra, vestía camisa negra, pantalones negros, pintura negra en las uñas, botas negras con broches metálicos, cabello negro, largo; la mirada muy oscura y fija sobre la pluma con la que golpeaba el aire, algo tarareaba desde la garganta. Una butaca más allá, había una pareja con las manos enredadas, la joven con la mirada perdida en el rostro de su amado y él con la vista puesta en un balón de futbol que no dejaba de mover con la suela del zapato; dos pupitres a la derecha, un cuerpo encorvado se tambaleaba entre el respaldo y la paleta de su mesa de trabajo, tenía las manos metidas en los bolsillos del pantalón, dormitaba, dormía, un gran hilo de baba salía de su boca y se columpiaba sobre una libreta cerrada; en la esquina, en la última butaca, había una joven sentada con la pierna cruzada, el vestido que llevaba se veía fino y la hacía ver elegante, con una mano sostenía un pequeño estuche abierto que contenía un espejo oval en el que se miraba los labios, los ojos y las mejillas, la otra mano la tenía levantada, el dedo índice señalaba al techo, tenía una duda, tal vez muchas, mientras veía sus finas facciones acentuadas por el maquillaje, esperaba el permiso del Doctor M para poder hablar.

En algún momento el Doctor M abrió los ojos. Vio todo en blanco y dudó. De pronto, sobre sus manos sintió un libro abierto, con los dedos acaricio suavemente el borde de las hojas, hizo un esfuerzo, pero no pudo recordar el título del libro y el nombre del autor, tuvo miedo, cerró los ojos y volvió a buscar desesperadamente en su memoria, no pasó ni un minuto y de inmediato sintió alivio cuando una voz de aliento tibio que venía del fondo le susurró con claridad a los oídos: Doctor Philosophus M V O … junto a Platón, junto al divino Platón.


*Maestro en Filosofía Contemporánea


"Dialéctica". por Sergio Bustamante




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