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Salón Miami

  • Frida Robles
  • 7 dic 2016
  • 7 Min. de lectura

Las ciudades siempre son más lindas desde un avión, pareciera que todos los problemas se disiparan al momento en que uno se aleja. Como si las preocupaciones, los deseos insatisfechos y las hipotecas se diluyeran en un limbo de lejanía en donde todo parece hermoso.

El sol brillaba en el momento en el que aterrizamos en Miami, la laguna se convirtió en roja como en uno de esos capítulos de CSI en donde los lagartos acaban de devorar a un proxeneta pasado de años. Estábamos en el avión, no entendíamos nada. ¿Cómo era que habíamos parado en Miami por encima de todas las demás ciudades? A veces es mejor no intentar entender la vida de uno mismo, cualquier intento se torna en un episodio de angustias, remordimientos y nostalgias. Mejor así. Sin explicaciones. Llegábamos a esa ciudad icónica de lentes de sol y helados multicolor.

No me preguntes más. – Le dije cansada. Estoy harta de tus preguntas nauseabundas. Te dije que pasó, ya te lo había advertido, te dije que pasaría, no sé por qué te sorprendes.

-- Es que tú nunca quieres hablar. Te molesta que te pregunte hasta la más mínima cosa, las personas tienen que hablar para entenderse ¿Sabes?

--¿Qué hay que entender si todo está dicho?

Siempre me sorprendía la forma en que Eduardo me sacaba de quicio, parecía que una persona recóndita que no conocía la luz, se sintiera atraída por la sonrisa siniestra, irónica y nauseabunda de Eduardo. No le contesté más, voltee hacia la ventana buscando disuadir aquella plática insulsa. Pensé que él también estaría interesado en ver otra pinche ciudad y no hablar siempre de lo mismo.

Caminamos por el centro de la ciudad. Miami es una Habana triste. Como aquella mujer que decidió tomar el trabajo que le daba dinero, pero que le quitaba el sentido, y se sienta a pensar 20 años después. Miami se quedó varada en el tiempo y eso hace que se vuelva interesante. No todas las ciudades tristes son feas, Miami tiene su encanto. Hay algo escondido detrás de los colores pasteles del Miami Beach. Pareciera el fragmento de una novela sórdida antes de que sepamos que ésta es sórdida.

Lo importante era que estábamos en Miami y que teníamos que encontrar a Rubén. Pensamos que el mejor lugar para empezar sería el centro, el barrio viejo donde se encuentran todos los cafés cubanos, esos que retumbaron de sones y pasiones en los años 60 y 70. Aquellos que vieron a los cubanos que la revolución no quiso o que no quisieron la revolución. Con asuntos políticos uno nunca sabe.

--¿El dueño viene seguido? – Le pregunté al mesero, un cubano de unos 25 años que sonreía a cualquier cosa que trajera la avenida de afuera.

--Casi nunca viene – Me respondió sonriéndole a la muchacha que estaba atrás de la barra, una mulata de pantalones entallados.

--¿Sabes donde vive?

--No te puedo dar esa información linda. ¿Para que lo buscan?

--¿Se llama Rubén verdad? – Le pregunté.

El chico me sonrío, coqueto como su oficio le había enseñado. --¿Por qué no se toma un juguito de naranja fresquito?

--No tenemos tiempo, volvemos al rato para ver si Rubén se da una vuelta.

--Suerte linda – Me contestó.

Empecé a dudar si este viaje tenía sentido, ¿quién toma el primer vuelo al extranjero en busca de una historia? Bueno pues, no era cualquier historia, era la historia de Eduardo, era su pasado. ¿Pero por qué estaba poniendo tanto esfuerzo en encontrar su historia? Yo estaba segura de que no estaba enamorada de él. Claro que no estaba dispuesta a admitirlo, ni siquiera ante mí. Odiaba tantas cosas de él que no podía entender cómo era que compartíamos el mismo departamento por ya tantos años. No soportaba la forma en que dejaba la cebolla afuera del refrigerador y la manera en que se cepillaba los dientes. Odiaba su risa y sus bromas insulsas. Y, lo más importante, no soportaba a sus amigos. ¿Por qué carajos estaba en medio de Miami buscando a Rubén? Aún más importante, ¿por qué Eduardo no me dejaba? ¿No se daba cuenta de mis desmanes, de mi intolerancia hacia sus rutinas y olores?

Pinche Eduardo. Pinche Rubén. Pinche desesperación.

--¿Crees que venga Rubén hoy?

– No, linda, te digo que nunca viene.

--No seas malo, dime dónde vive.

– No puedo linda, te digo que no puedo.

--Mucha gente busca a Rubén, nosotros somos uno más, no va a querer hablar con nosotros – me dijo Eduardo viendo a través de la ventana del hotel en el que nos estábamos hospedando, un cuartito en una casa en las afueras de Miami. Era increíble lo mucho que había crecido la ciudad, cada vez más parecía una ciudad Texana con desniveles, autos y mucho cemento. Miami me gustaba por por su olor a llantas y a arroz.

--Ya sé, ya sé. Es un hijo de puta y los hijos de puta saben esconderse. ¿Vamos a la casa? ¿Seguirá ahí?

--Yo creo que sí, no podemos seguir esperando a que aparezca en el bar.

--¿Ya sabes lo que le vas a preguntar?


Rentamos un coche en el centro de alquiler de autos que estaba en la esquina del hotel. Era uno blanco, sencillo, con un pino colgado en el retrovisor, todo muy gringo, el olor era gringo también. Giramos a la derecha, a la izquierda, a la derecha nuevamente y muchas otras a la izquierda. – Es ahí – Me dijo. Estaba asustado. Me gustaba cuando se asustaba, ponía unos ojos que asemejaban a un perro y me daban ganas de abrazarlo y besarlo.

Eduardo me dio un beso y se bajó del coche. Yo me quedé pensando, pensando en Eduardo.

Las calles estadounidenses son raras, especialmente en los suburbios, siempre hay un ruido sordo como si alguien estuviera gritando desde un hospital tan lejano que solamente se escucha el murmullo imaginado de sus sollozos. Cuando veo a los niños caminar de la escuela a sus casas no entiendo en qué pensarán, cuáles serán sus sueños.

Pasaron alrededor de 40 minutos, yo estaba desesperada. Esperar nunca ha sido mi fuerte, aparte ésta era la primera vez que hacía algo por alguien más, al fin y al cabo había aceptado mi nula capacidad por compartir, por sacrificar.

Eduardo creció sin padre, su madre le aseguró que aquello era normal y que dejara de preguntarse por bobadas y se pusiera a trabajar para que la casa no se cayera a pedazos. Así, a Eduardo no le quedó más que resignarse a vivir sin padre, se conformaba con tener referencias efímeras ancladas a los novios de su madre. Eduardo mantuvo una relación cercana con el portero de la unidad habitacional en la que vivían. Un señor de labio leporino que no era muy afectuoso, pero que siempre estaba ahí, preguntándole qué nueva maldad había hecho para poder reírse después. Una risa que venía de la panza para confundirse en los conductos de la boca y la nariz resultando en un sonido tan extraño como el escape de un auto. Desde que Eduardo dejó de vivir con su madre dejó de ver al portero.

Un día la madre de Eduardo habló por teléfono “El portero se murió, le dio un ataque al corazón” le dijo fríamente, “te digo porque me acuerdo que se caían bien”. “Sí, mamá, gracias”, contestó Eduardo y buscó la forma de terminar lo más pronto posible aquella llamada telefónica. Colgó y se quedó mirando a la pared por al menos media hora.

Continúo con su vida normal. Tomaba la bicicleta para ir al trabajo, veía a sus amigos todos los viernes, pero algo andaba mal. Un vacío se había adueñado de Eduardo e intuía que no se iría hasta que hiciera algo al respecto.

--Tengo que buscarlo – Me dijo

--¿A quién? ¿De qué hablas?

--A mi padre, sé que debo tener uno en alguna parte.

No supe que responderle, claro que tenía que buscarlo. Eduardo nunca hablaba del tema, jamás mencionaba su infancia más allá de haber tenido que trabajar mucho y haber sufrido hambre. Nunca hablaba de sus amigos, de la escuela, de sus sueños cuando era niño. Me parecía extraño que de repente, una mañana cualquiera, me dijera que buscaría a su padre. Atiné a abrazarlo y a decirle que lo encontraríamos. Se lo dije muy quedo al oído mientras le daba un beso en el cuello.


Llevo ya una hora en el coche, en esta Miami desvencijada y Eduardo no sale de la casa. ¿Lo habrá encontrado? ¿Estarán llorando? ¿Le estará reclamando los años en abandono?

Dejo que pasen otros 30 minutos hasta que me decido a entrar. Abro la reja que está entreabierta, una reja blanca de los años 60. Es una de esas casas que en algún momento fue muy lujosa, con un jardín enfrente. Dos cipreses que antes eran podados por jardineros, ahora han perdido las formas de caprichos humanos para regresar al territorio de lo salvaje. La puerta de la casa está cerrada, pareciera que no hubiera nadie adentro. Volteo una vez más hacia el jardín y me doy cuenta de que Eduardo está sentado en una esquina, silencioso.

--¿Llevas aquí dos horas? Le pregunto.

Obviamente no me responde, no hay nada que contestar.

Se levanta y empieza a besarme. Me abraza contra una pared que está cubierta con una enredadera y me levanta la falda.

--Nos van a ver. – Le digo con voz entre asustada y silenciosa.

--No hay nadie – Me dice al oído.

Empezamos a coger, primero me mete los dedos. Después se baja los pantalones y en un movimiento automático está dentro de mí.

Caminamos hacia el coche, nos subimos y regresamos al hotel sin decir nada.

Los dos sabemos que la búsqueda no tiene sentido. Eduardo empieza a hacer las maletas.

--¿Estás seguro? – Le pregunto.

--¿En qué me iba a ayudar tener un padre? – Me responde en un intento de acallar las lágrimas.

Autor

Frida Robles

Escritora independiente con maestría por la Universidad de Artes Aplicadas de Viena. Correo:fridarobles@gmail.com

Blog: https://fridarobles.wordpress.com


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